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jueves, 25 de agosto de 2016

Como el último enemigo, la muerte ha de ser reducida a nada (1 Cor. 15:26).
Cuando fueron creados, Adán y Eva no tenían enemigos. Eran perfectos y vivían en un paraíso. Como hijos del Creador, disfrutaban de una relación muy cercana con él (Gén. 2:7-9; Luc. 3:38). La comisión que Dios les encargó indicaba cuánto tiempo iban a vivir (Gén. 1:28). Para cumplir el mandato “llenen la tierra y sojúzguenla”, no era necesario que vivieran para siempre, pero para seguir cuidando de “toda criatura viviente que se mueve sobre la tierra”, sí era necesario. Adán y Eva podrían haber seguido realizando esa labor por toda la eternidad. Aunque tenían la perspectiva de vivir para siempre, Adán y Eva no eran inmortales. Para seguir vivos tenían que respirar, comer, beber y dormir. Lo que es más, su existencia dependía de su relación con Jehová, quien sostenía su vida (Deut. 8:3). A fin de seguir disfrutando de la vida tenían que aceptar la guía de Dios. w14 15/9 4:1, 3

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