Doblo mis rodillas ante el Padre, a quien toda familia en el cielo y en la tierra debe su nombre (Efes. 3:14, 15).
Todos los cristianos tenemos algunas cosas en común. Todos sufrimos las consecuencias de la desobediencia de Adán: hemos heredado la imperfección, el pecado y la muerte (Rom. 5:12). Con todo, puesto que servimos fielmente a Jehová, podemos dirigirnos a él como nuestro Padre. En la antigüedad, su pueblo escogido podía decir las palabras que leemos en Isaías 64:8: “Oh Jehová, tú eres nuestro Padre”. Además, Jesús comenzó su oración modelo con estas palabras: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Mat. 6:9). Nuestro Padre celestial cuida y protege a quienes invocamos su nombre con fe. Él nos asegura: “Porque en mí ha puesto su cariño [el siervo fiel], yo también le proveeré escape [o “lo rescataré”]. Lo protegeré porque ha llegado a conocer mi nombre” (Sal. 91:14). Jehová amorosamente libra a su pueblo de sus enemigos y lo protege para que no sea destruido. w1415/2 3:1, 3, 4
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